El 14 de mayo de 2015, se cumplieron 60 años de la salida de mi papá del puerto de Vigo, hacia Caracas. Tenía 16 años, la ropa que tenía puesta, y un cambio de ropa más en una bolsa. Llegó al puerto de La Guaira sin nada, solo contaba con la ayuda de un vecino del pueblo, que se vino antes y ayudaba a venir a todo el que quería.
Supongo que el viaje en el barco no fue muy agradable, porque por más que le pregunté, nunca me dijo como era el barco, y ahora ya no es posible que me lo cuente. Lo que sí me contó fue como Venezuela abrió los brazos a los emigrantes, que como él, huían de la miseria y la pobreza de sus países. Me contó muchas veces cómo en su juventud recorrió decenas de veces por trabajo la ruta entre Caracas y Puerto Ordaz.
Mi papá nos enseñó tanto a mí como a mi hermana a ver fútbol, con la mayor naturalidad y sin añorar un hijo varón. Nos enseñó a ser aficionadas y no fanáticas del Real Madrid, porque decía que los fanáticos eran peligrosos. Nos enseñó a saber perder, y sobre todo a saber ganar con humildad. Nos preparó para ir a la universidad, tener una carrera y ganarnos las cosas con esfuerzo.
Él amaba los animales, me enseñó a montar a caballo, a cuidarlos y respetarlos. Cuando era niña, pasaba casi todos los fines de semana con él en la finca montando caballo y atendiéndolos en lo que hacía falta. Papá sentía un profundo desprecio por todo el que robaba, no soportaba la deshonestidad.
Antes de que el Alzheimer se llevara lo mejor de él, evaluamos la posibilidad de enviarlo a España, para que disfrutara de mejores cuidados de los que podía tener aquí. En ese momento, cuando se lo comuniqué me dijo que si era posible él prefería quedarse aquí, que cuando no tuviera la capacidad de razonar tomáramos la decisión que creyéramos más conveniente, pero que él quería morir en Venezuela porque era el mejor país del mundo.
Mi papá era chavista. Hoy recuerdo con gracia, que en una de las últimas citas con el neurólogo, le preguntaron si sabía quién era yo, y respondió que no, pero que era buena con él. El médico repitió la pregunta de si sabía mi nombre, y dijo que no; pero cuando le preguntó el nombre del Presidente, dijo clarito: Hugo Chávez Frías. La tolerancia, sin proponérselo fue de las mejores cosas que me enseñó.
Antes de que su mente se nublara del todo, en los primeros años de gobierno del difunto presidente Chávez, había peleas en la familia porque él era el único con esa tendencia política. Las reuniones se convirtieron en una batalla campal, hasta que mi mamá con su enorme sabiduría y don para la conciliación, prohibió hablar de política en la mesa. Durante muchos años no lo comprendí, pensaba que mi papá le tenía pánico a mi mamá y no se atrevía a contrariarla; sin embargo, ahora entiendo lo que mi mamá ya sabía entonces: cuando no hablamos de política seguimos siendo los mismos de siempre.