Mi mamá en Los Próceres (1963) pocos días después de llegar a Venezuela
Mi mamá llegó a Venezuela el 23 de noviembre de 1963, dejó atrás el pueblito montañoso de Galicia que la había visto nacer a ella, a su mamá y a su abuela. Tenía 18 años y había visto su pueblo, los alrededores de éste, y poco más. Aquí la esperaba un hermano mayor, el segundo hijo de mis abuelos, que se había venido 8 años antes; él había mandado el dinero para pagar las deudas que tenían y para terminar de arreglar la casa rural donde vivían. Luego se vino el tercero de los hijos, y años más tarde se vendría el menor.
Mi abuelo guardaba las cartas que le enviaban, tanto sus hijos como las hermanas de mi abuela, que se habían ido a Barcelona y a Buenos Aires. No hay más de 30 cartas en la maleta de madera que tenía para conservar las cosas importantes, esos tesoros que supongo que leía una y otra vez, que le traían noticias de sus hijos, porque no tenían teléfono en la casa y mucho menos Skype.
Mi mamá regresó a su pueblo once años después, casada y con una niña de seis años, que era mi hermana. Su hermano mayor, quien había sufrido una parálisis de la mitad de su cuerpo cuando ella aún vivía allá, había fallecido. Cuando mi papá empezó la subida que conducía al pueblo, ella no sabía dónde estaba, había pasado tanto tiempo, que hasta la entrada al pueblo era distinta. Tardó once años en volver a abrazar a sus padres, tardó once años en volver a escuchar su voz.
Mis papás nos enseñaron a amar a Venezuela y a España sin distingo. No nos enseñaron el odio, ni el rencor que a ellos los había obligado a abandonar su casa y su vida para ir a un país que no sabían siquiera dónde quedaba. Nos enseñaron el agradecimiento a la tierra que los recibió, y a la que entregaron su vida y su trabajo. Nos enseñaron que la tierra donde se nace se ama en la distancia, porque esa tierra también es uno.
Para conocer en detalle la historia de mis padres, tuve que indagar muchas veces, porque siempre quisieron mostrarnos la parte bonita y positiva del cuento. De la parte bonita, recuerdo los cuentos de mi papá cuando iba al Hipódromo de El Paraíso, o a ver al Real Madrid jugar. De mi mamá me encanta su descripción del día que llegó y vio la Plaza Venezuela por primera vez, a mí no me alcanza el talento para transmitir la emoción de su relato, que siempre terminaba diciendo: “nunca he vuelto a verla tan bella como ese día”.
En casa nunca hubo espacio para el dolor o para el rencor, nunca se creyeron más valientes o heroicos que quienes se quedaron. Siempre hubo nostalgia por lo que quedó atrás, por la familia, por la casa que significaba amor, cariño, recuerdos, pertenencia. Como se dice en gallego siempre hubo mucha “morriña”, pero nunca hubo sitio para el odio, ni para el resentimiento. Nunca presencié una discusión entre los que se fueron y los que se quedaron, ni enfrentamientos de ningún tipo, afortunadamente todos tenían muy claro de quien había sido la culpa.